La Solemnidad de la Inmaculada, dentro del Adviento, es un redoble de esperanza. Dios sigue haciendo obras grandes en aquellos que se fían de Él. En aquellos que se brindan, desde le belleza del corazón y del pensamiento, para formar parte de esa gran cadena ( por cierto gigantesca) que va transmitiendo –de generación en generación- la Encarnación del Hijo de Dios en el seno virginal de María y el mensaje que, un Niño, nos trae.

La Solemnidad de la Inmaculada, es un libro abierto con la firma de Dios, que nos descubre nuestra realidad humana y cristiana. Con María, por si lo olvidamos, también nosotros hemos sido escogidos desde antes de la creación del mundo por pura iniciativa de Dios.

La Inmaculada es aquella mujer que, por Dios, pisó con todas sus fuerzas, flaquezas y pecados, debilidades y tentaciones que –al hombre- sacudían y nos siguen agitando.

Esta fiesta nos centra aún más en el adviento. Nos empuja y nos hace abrir los ojos para que, el Señor, no se nos pierda.

María Inmaculada es, la privilegiada luz que podemos poner en el corazón para la llegada del Salvador. Que, como Ella, pisemos aquello que estorba y que nos deja sumergidos en la fealdad (frente a la belleza), en el ruido (frente al silencio contemplativo), en la mediocridad (frente al afán de perfección).

–Miremos a María Inmaculada. Qué se escucha de sus labios? Un “SI” que nos traerá a un Dios pequeño que, ya desde la cuna, nos regalará un mensaje que en el mundo tanto cuesta descubrir, cuidar y ofrecer gratuitamente: el amor sin condiciones de Dios.